martes, 1 de diciembre de 2015

Cuento de Navidad

Hablando de emociones, recuerdo gratamente cuando llegaba la Navidad, cómo mis hermanas y yo adornábamos la casa, sin dejar ni un sólo rincón de la casa por decorar.

Recuerdo nuestras peleas y discusiones sobre cómo debíamos de decorar el árbol y qué personajes debían de estar presentes en el Belén.

Pasábamos horas colocando las luces, la paja, la nieve y el estanque para los patos, mientras escuchábamos los villancicos que como cada año mi padre ponía en su equipo de música.

Aquello era un soplo de aire fresco que entraba por la ventana, en Navidad el tiempo se detenía.

Vivíamos cada momento, como aquel día en el que decidimos participar en el concurso de Belenes y justo cuando entraba por la puerta el jurado, nos dimos cuenta que Mini, nuestra gata había destrozado por completo nuestra maravillosa obra de arte y mi madre tuvo que inventar una excusa para poder darnos tiempo a recolocar todas y cada una de las piezas.

Y esto no era más que el principio, primero llegaba Noche Buena y nosotras no queríamos salir de casa, el motivo teníamos que cocinar y preparar la mesa y la cena de Navidad, ver los payasos de la tele cantar aquello de que "reine la paz" y de nuevo escuchar los villancicos, era momento de reunirse en familia, de zambomba y pandereta, de cantar todos juntos, de comer polvorones y de llegar tarde a la Misa del Gallo, o de seguirla en la televisión junto con los abuelitos.

Y por la noche, tal vez pasara Papa Noel por casa, por si acaso hacíamos galletas o le poníamos leche y galletas, preguntándonos si la casa no tenía chimenea por dónde iba a entrar.



El día de Navidad comenzaban las carreras en dirección al árbol y allí estaba un regalo para todos, pero un regalo especial, un juego de mesa para que jugáramos todos juntos en familia.

Después vuelta a empezar, mesa arreglada, de nuevo en la cocina, más villancicos, turrones y polvorones y las ansiadas estrenas. Dinero que guardábamos como oro en paño, para ir al cine, al circo o a la feria.

Y por si no habíamos comido suficiente, celebrábamos el segundo día de Navidad, a veces solos y otras con los compañeros de trabajo de la empresa de mi padre.

Otro de los días señalados era el día 28 de Diciembre día de los Santos Inocentes, día en que mis hermanas y yo nos pasábamos el día intentando pegar a mis padres un muñeco en la espalda y decir aquello de "inocente inocente", o contando mentiras enormes y haciendo uso de  insectos de goma, que parecían de verdad.

La noche del 31 reinaba en casa la alegría, mi padre tan serio y tímido pasaba a la transformación, lo veía disfrazarse, bailar la conga, reír y disfrutar de la noche e inicio del nuevo año y del cotillón.

El momento más divertido, cuando sonaban las campanadas, nos daba la risa, nos atragantábamos y ya no éramos capaces de seguir con las uvas.

Ahora bien, el día 1 era un día muy pero que muy doloroso, cansados de la noche anterior, hasta arriba de comida y con una televisión que de forma cansina repetía una y otra vez, los mismos programas que la madrugada anterior. Era duro porque  teníamos cumpleaños y claro no estábamos para más fiesta y más comida.

Pero la magia surgía a partir de este día, la auténtica magia de la Navidad, la esperada noche de Reyes.

Este sin duda era el día más feliz de mi padre, se pasaba el día subiendo y bajando de casa, la razón: tenía el coche lleno de regalos.

Recuerdo la magia de esa noche, las tilas, los nervios y el "no puedo dormir", recuerdo el ruido de los papeles de envolver durante la noche y cuando una muñeca se puso a cantar sola en el silencio de la noche.

Recuerdo taparme hasta la cabeza por miedo a que pudiese ser descubierta despierta.

Al día siguiente, hacíamos cola delante de la puerta del comedor, por edades, a la espera de los regalos y cuando se abría la puerta allí estaban los regalos y los dulces en los zapatos, entonces esperabas parar el tiempo y que aquel día tan especial no pasase nunca.

¡Disfruta de la vida, todos los días son especiales!

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